jueves, 30 de septiembre de 2010

Había una vez una reja


Había una vez una reja.
Bueno, en realidad no empezó como reja. Eran unos fierros viejos que un esforzado artesano convirtió en reja.
Ella no sabía muy  bien que era eso de ser reja, pero trató de imaginárselo.
En el depósito mientras esperaba años su destino, había escuchado de todo, discusiones, peleas, gritos y susurros…  pero lo que más le gustaba era la risa. Entonces, cuando oyó que sería reja, imaginó algo muy gracioso, ya que ja, era risa y ella sería re ja.
Cuando llegó a ser lo que el hombre quiso, la colocaron donde la estaban esperando.
Su sorpresa fue muy grande al tomar dimensión de su tamaño. Se gustaba. Aire de importante tenía. Hecha y derecha.
Sintió mucha satisfacción al ver como la gente pasaba delante de ella y hacía comentarios de sus formas, de su fortaleza, de su brillo y olor  a nuevo.
Poco a poco la novedad de su presencia fue pasando. Ya casi nadie la elogiaba. Igualmente los chicos disfrutaban trepándola, y eso le producía alguna que otra sonrisa. Sin embargo cuando estaba sola, a la intemperie, con climas hostiles, estaba triste. Se fue dando cuenta que eso de ser reja poco tenía de risa. Sí sabía de su utilidad, de haber impedido más de una vez que a su dueño le roben y cosas así. Pero alegría, lo que se dice alegría, no tenía.
Cierta noche, se despertó sobresaltada. La espalda de una mujer chocó violentamente contra toda su estructura. Se asustó. Pero después fue testigo de algo nuevo. La chica, porque era joven, entrelazo sus manos en ella, agarrándola muy fuerte. Un hombre la había empujado –debería decir apoyado apasionadamente, con ímpetu quizás- hasta ahí mismo.
La dama –porque así le gustaba definirla- después de sentirse afirmada, se entregó a su noble caballero, y los dos se fusionaron en un beso largo y salvaje, violento y tierno. De amor y furia.
La reja, hasta como con vergüenza de estar espiando sin intención, disfrutaba de ser útil a esa unión de amor. Hasta con cierto erotismo gozaba del subibaja de las manos  femeninas que apretaban cada uno de sus barrotes con frenesí.
No pudiendo escapar de su propia esencia, se relajó y soñó.
No pasó mucho tiempo, algunos dicen  que por abandono, otros por azar del destino, inclusive estaban los que le echaban la culpa a los obreros del gas , para que  la vereda que estaba a sus pies quedase rota. Mosaicos con forma de finas vainillas en pedazos dejaban a la vista la tierra desnuda.
A la reja no le gustaba el espectáculo de un mundo destruido. Recordaba ingenuamente los días de gloria de su debut como reja, y como todo brillaba a su alrededor.

                                                                                                                  Jorge Laplume

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