jueves, 23 de septiembre de 2010

Terraza de piedra




El agua en el recipiente de hierro fundido hirvió bastante tiempo hasta que Jacques Glemont lo notara.
Concentrado como hacía mucho no lo estaba, su mente lo alejó de todo.
Era la primera vez  que a esa terraza de piedra, que varias veces estuvo a punto de convertirse en trampolín hacia su final abrupto, la veía como a una especie de lengua sacada burlonamente al destino.
Abajo, un mar enfurecido golpeaba el acantilado. Acantilado que soportaba desde hacía más de doscientos años los cimientos del castillo.
No había sido mala la idea de torcer su típica tozudez de salir la noche anterior, aceptando -inesperadamente hasta para él mismo, inclusive- la invitación del dueño de la taberna del pueblo a la remanida idea de recibir un nuevo año.

“¿Cuánto tiempo va? ¿Tres? ¿Cuatro años?” pensó para sus adentros. Le sorprendió  como los recuerdos se le iban esfumando por más esfuerzo que hiciese. Hizo una mueca extraña, entre pena y resignación.

La noche anterior, cuando por enésima vez pensó en terminar con su desorientada vida, alguna luz, alguna señal cambió el rumbo de siempre.
“Madalaine” dijo mirando al horizonte y con un jarro con té en la mano, había decidido volver a la terraza de piedra que tenía una impecable vista hacia sí mismo.
“¿Qué fue lo que pasó? ¿Qué fue?”

Por un instante recordó la cara de Maurice cuando lo vio entrar a la cantina, invadida por fieles abonados a cuanto festejo hubiese en el poblado.
Se había quedado estático hasta que reconoció su rostro enfundado más de la cuenta en unos trapos tejidos.

“¡Jacques!... Perdón: Señor Glemont… Ey, todos… Ahora sí podemos decir que estamos todos: Vino el señor Glemont!”

La concurrencia en general, de manera prácticamente simultánea, hizo un silencio abrupto, que apenas instantes después se convirtió en bullicio generalizado.
Él no era en lo más mínimo afecto a aquellos gestos populares, pero ahora, mientras sostenía su mentón con ambas manos, acodado sobre esa especie de baranda en aquella terraza de piedra, pensaba  “realmente… ¡que mal me habré sentido!”.

Siempre, desde que tuviera recuerdo, detestaba las celebraciones donde hubiese más de dos personas. Sus alegrías más importantes siempre habían sido en pareja, sobre todo con Madalaine. Pero desde hacía tres o cuatro años se había negado todo tipo de euforias. Más de una vez se planteó que seguramente era un duelo exagerado para cualquier otro hombre. Sin embargo no podía dominar sus emociones.

“Madie… Fuiste demasiado para mi… demasiado mujer…”

Una tormenta violenta, repentina, típicas en ese lugar del planeta, lo obligó a entrar y cerrar los gigantescos postigos de madera. La lluvia y el viento ya habían mojado el piso del cuarto y hasta incluso desparramado algunas cartas que Jacques solía tener sobre una mesa en el extremo opuesto a su amplia cama.

Hacía no más de ocho horas una pregunta de François, en la eufórica despedida del año mil setecientos noventa y nueve, hacía alusión directa a una breve esquela que en ese momento Jacques levantaba del suelo.
La leyó por enésima vez, y fue el inevitable motivo de lágrimas incontenibles, nuevamente .
La letra con inequívocos rasgos de dolor profundo transmitían lo que para Jacques era imposible: El fin de una relación perfecta, de sueños violentamente terminados.

“Jacques… ¿Tienes certeza fehaciente sobre lo que ha ocurrido con Madelaine después que ella te ha dejado?”

La pregunta, sin respuesta en la noche anterior, daba vueltas en la cabeza del pobre hombre solitario. Buscaba entre los párrafos algún indicio que le explicara el porque de ese final incomprensible.

Fui yo. Jamás supe como amarla. 

Jorge Laplume

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