lunes, 27 de septiembre de 2010

Amanece

Ella amaneció despojada de todo.
Amaba la libertad de sentirse aire.
Una brisa apenas tibia hacía incesante el vaivén de unas telas color tiza.
Algunos pájaros madrugaban frente a la salida de un sol amarillo redondo, firme, muy seguro del día que le tocará andar.
Se desperezó a sus anchas, revolviendo sabanas enmarañadas.
Jugó a ser diosa. Bella y deseada.
Se jactó para sus adentros de dones apetecibles y frescos.
Apenas entró en la ducha, dejando la puerta y ventanas abiertas de par en par, sintió miradas perturbadoras. Atinó a cerrar todo, a volver a su privado mundo de soledad. Pero al cabo de unos instantes, cuando un cosquilleo dulce que extrañaba le recorrió la médula, desistió.
Amaba la libertad de sentirse aire.
En su mente, mensajes sobre una supuesta locura lujuriosa se confundían con evidentes texturas erizadas de su piel.

Bailo al son de esas cortinas que poco tapaban. Velos que por momentos desvelaban.
Así soy quiso gritar al universo. Por fin respiraba alegría ingenua y sincera.
Salió desnuda a un balcón a un mar calmo, que la invitaba a empaparse toda.
Hizo poses sensuales, rítmicas y hasta también, de las más burdas que compartió consigo misma con picardía.
Se expuso a un placer inédito, exclusivo. Imaginó descubrir el elixir de la sonrisa eterna.
Nada la frenaba. Al fin era el tiempo –merecidamente- solo de ella.
Una pizca de razón dentro de tanta improvisación le justificaba lo bien que hacía.
Lo había logrado. Recorrer su cuerpo y su mente sin vergüenzas ridículas. Una mano y otra mano se encargaban de hacer táctil los espasmos que su mente liberada ordenaba.
Abierta en mente. Abierta en alma. Morir era nacer.
Disfrutó del gozo profundo. De la libertad de sentirse aire. Y volar.
El universo, con estrellas, lunas y soles eran de su propiedad.
Pero de pronto decidió nubes.
Oscureció con su temor el cielo todo.
Y no de tormenta de verano, que seduce muchas veces más que el sol.
Reaccionó como si algún caminante playero se hubiese obnubilado al verla.
Espiarla.

Y hasta con lascivia desenfrenada la hubiera deseado.
Como si alguien que conociera el reglamento de aquel juego lo supiese más que ella.
Cubrió de miedos esa realidad que había logrado desde su ser.
Y los cubrió de razones y lógica fría.
Es más,  si llevara estadísticas, a esa jornada, la enmarcaría como el peor día del mes.
O tal vez más aún… de toda su vida
Cerró cortinas, bajó persianas, y se pertrechó de supuestas seguridades en un muro de frazadas.
Y tanto poder tenía de su libertad, que llovió de verdad.
Y lo que ella deseaba se hacía realidad.
Entonces imaginó que tal vez, y solo tal vez,  mañana le permitiría al sol que amaneciese mejor.
  Jorge Laplume




No hay comentarios:

Publicar un comentario