viernes, 24 de septiembre de 2010

El Pirata



Revisando papeles y recuerdos, como en toda previa de mudanza, apareció de golpe en mi cabeza algo que alguna vez me contaba mi papá: La (triste) referencia de un posible antecesor francés que se dedicaba a la piratería… No de cd truchos ni películas bajadas de internet, sino pirata-pirata…
En realidad, de la manera como me hacía el relato, supuestamente lo bajaba de “rango” diciéndome que se lo conocía como “El Corsario Laplume”. Que los Piratas tenían más prestigio, por su maldad extrema, su ímpetu audaz… pero parece que un corsario, cuando me lo contaban, le daba un viso de realidad menos romántica, un frustrado candidato a filibustero de ley.

Rara explicación, porque si bien sirviese para minimizar sus acciones, como para no sentirse vinculado, por las dudas, de sus fechorías, había en el aire una especie de pena, una frustración de que no haya sido todo lo terrible que un pirata era, como para, insólitamente, sentirse orgulloso de la portación del mismo apellido.
Lo cierto (¿lo cierto?) es que no hay registros de sus andanzas, y se supone que nunca halló ningún tesoro (¿o sí? Y lo escondió muy bien el turro…) Lo cierto, decía, es que la referencia que pasó de boca en boca tiene que ver a su final. Pobre corsario… solo su último día queda para el recuerdo



Ubiquémonos en una escenografía que trataré de adornar acorde a tantas películas vistas. Una taberna típica, donde voy a poner gente gorda, mal vestido, fea, borracha.
Cantineros insólitamente tolerantes a que le rompan todo en cada pelea. Licores más fuertes que el veneno, que será bebido desesperadamente, para luego poner cara de asco… Y repetir la acción una y otra vez…
Mujeres, muchas mujeres, muy lindas, con corsés blancos y apretados, donde pechos como melones inmensos no les dejará respirar. Y faldas gigantes, para que algún pícaro pirata pueda “esconderse” debajo de ella, jugando con su intimidad. Una sola mujer fea… la que le hará un favor al gordo rechazado por todas las bellas.
Podríamos poner parches en algún ojo, la obviedad de una pata de palo, y hasta un loro… total lugar hay.
Eructos, gritos, carcajadas ordinarias y de las de compromiso.
Garfio no. Nunca supe bien como se lo amarra a un muñón.
Hasta acá mis ganas de cómo imaginarlo.


El tema central de esa reunión fue que otros piratas, en conflicto vayan a saber porque, se cansaron del tal Laplume y lo atraparon.  Y ahí estaba, atadito de pies y manos, mientras todos tomaban, jugaban a algo por algunas monedas de oro o plata o intentaban manosear a esas hermosuras, que se dejaban a medias, en un primitivo gesto de histeriqueo parecido a los de hoy.
Sigo.
Cuando terminó el tiempo del placer, se viene el del trabajo, habrán pensado. Bastante agotados por el alcohol, deciden, antes de matar a mi pariente, darle no un último deseo, sino tres. Valioso gesto de cortesía si los hay.
El primero que pide el acusado, es beber. Uno imagina hoy que tal vez esa modorra posterior a su ingesta aflojaría los temores. Digamos que no está mal. Bebe hasta saciarse.
Su segundo último deseo, es un beso apasionado de, para él, la más linda del lugar. Laplume –no está nada mal recordar el apellido del estoico hombre- decide de entre diez o doce a la más voluptuosa del grupo. La señorita, en vez de sentirse ofendida en su pudor, tal vez gracias al tintineo de monedas preciosas que a cada instante se oía en el lugar, o quizás porque Laplume tenía algún rasgo típico de familia (debería borrar eso, queda presuntuoso…) accede.
Pasión. Falsa seguramente, pero para un condenado a muerte, eso no debe importar demasiado.
Tuvieron que separar a una chica muy entusiasmada en su tarea. Debería ser un buen besador el hombre…
Y la expectativa del tercer deseo atrapó a todos.
¿Un cigarro? ¿Algo que confesar? ¿Quizá alguna historia de maldiciones que recaigan en los asesinos, confiando en que a último momento desistan?
No.
Elegir la forma de morir.
Alguno podrá imaginar que usaría el viejo chiste: “Deseo morir de viejo”… pero no. Laplume tenía su creatividad, pero no era el momento de humoradas.
Los presentes le dieron opciones: Un arcabuz, algún mosquete, hasta espadas.
El joven corsario empezó con las negativas: “Las armas de fuego son muy lentas en la recarga, lo que, de errar el disparo, ya que de por sí todos conocemos lo malas que son en lo de centrar la puntería, podrían dejarme moribundo, por ende, lo que menos quiero es esa extraña sensación de me salvo-me muero… Como dejándome una puerta abierta a una muy remota salvación. No deseo ese juego de fe trunca en este momento.
Todos se miraron sorprendidos. Su alocución no tenía desperdicio.
“Con respecto a mosquetes o espadas… perforan, duelen eso sí, pero el desangrar es lento, eterno…Tal vez ustedes disfruten ese espectáculo, y lo comprendo, ya que en sus lugares, opinaría igual… pero, amigos, recuerden el beneficio de que es MI deseo.
No había demasiadas opciones más, lo que motivó la intriga de los presentes.


“Un hacha…jajaja, sé que tiene hachas, como yo tenía en mi nave antes de ser traicionado y atrapado. Sería horrible tanto para mí como para mi verdugo… Manchar con sangre a salpicones las caras de los presentes… los faldones de las damiselas… que mi cabeza ruede por el suelo, con esa savia roja saliendo a borbotones…muy desagradable… incluso después mi cuerpo incompleto… No, no deseo eso”
¡Veneno! Propuso uno.
“Lleva demasiado tiempo el efecto… Están demasiado borrachos… se olvidarán de mí, quedándose dormidos, para después sentir la frustración de haberse perdido el final.”
La misma mujer que lo besó, arriesgó plantear un juego sexual, hasta que muriese de agotamiento, en una clara muestra de consideración hacia el resto de las damas presentes… (Esto dudo mucho que sea cierto, pero no queda nada mal dejarlo… le da un toque marquetinero…)
Después de un silencio obligado, al recorrer con la mirada todos y cada uno de los rincones, sin encontrar más que botellas o sillas, e imaginar un muy denigrante final para un gran navegante, morir de un golpe en la cabeza, le pidieron que dijese que tenía en mente.
“Cierta vez, en uno de mis cientos de viajes, no recuerdo bien donde, me topé con indígenas muy particulares… Ellos, prácticamente desnudos, salieron a repeler nuestra llegada a una de sus tantas islas. No tenían armas más que varas hechas con ramas de árboles y puntas de piedra trabaja en forma de punzón. Flechas, me enteré tiempo después, las llamaban.
Un poder con altísimos resultados. Perdí aquella vez varios hombres. Eran hábiles en su uso. Más que nosotros con nuestras armas de fuego.
Supe también que aborígenes así ya no quedaban en nuestro mundo, y que justo los vine a encontrar yo en aquel lugar.
Al rendirnos, porque no tuvimos alternativa, pude intercambiar algunas ideas, a través de simples gestos, con un superior de ellos. Un anciano que los dirigía, con un extraño atuendo como si de rey se tratara.
Me vio mientras yo observaba una vasija repleta de esas puntas de flecha. Eran todas distintas, pero muy parecidas, artesanales… una por una, las piedras tomaban forma de triángulo perfecto, filoso cual espolones. Me regaló unas cuantas y, supongo yo que por el respeto con que tomé sus costumbres, me dejó libre.
Éramos seis o siete los que volvimos con vida a puerto. Me recluí por varios meses. Y ahí imaginé que si un día he de elegir mi muerte, sería así.”
Muchos piratas presentes, efectivamente ya se hallaban dormidos en el piso o sobre las mesas. Otros, los más ardientes, estaban prácticamente vejando a sus compañeras mujeres. Gritos de fondo de sexo violento no opacaban la atención que Laplume había logrado sobre su nutrido público.


“Y pensaba el porque me atraía tanto esta pequeña pieza de piedra. Hasta que lo deduje: Es lo más parecido al Amor.”
Si antes se hallaban sorprendidos, esto ocasionó que todos se acercaran al mismo tiempo unos centímetros más, como para no perderse detalle.
“Sí… al amor, amigos. El amor es como esta punta de flecha –decía mientras con su barbilla indicaba una que llevaba como collar, a modo de amuleto- …pueden tomarla… de hecho, si lo tenía para mi suerte, es evidente que no funciona, jajaja…”
El más próximo se la quitó hasta con delicadeza, para mirarla y pasarla al que tenía al lado. La fueron viendo todos. Alguno se pinchó con su punta afilada.
El amor, les decía, te perfora al punto de hacerte sangrar. Solo deja de brotar tan vital líquido si esa punta funciona como tapón en su inserción exacta.
En cambio si se trata del amor tierno, el breve, el “poco profundo” donde la flecha roza y se va, un pequeño hilo de sangre irá desasiéndose hasta cicatrizar. Y al poco tiempo, ya no habrá marcas.
Pero si ese sueño de amor penetra hasta el fondo, rompiendo piel y todo lo que tenemos dentro, ocasionando dolor y, no sé cómo, también un extraño placer… sentir al otro dentro de uno… tal cual la forma triangular de la flecha, ya no se saca más. Uno lo intentará solo, o pedirá ayuda, que otro amor lo saque, por ejemplo… pero será imposible… Desgarrará todo a su paso, provocando más dolor aún y no será agradable. Algunos poetas lo llamarán “sufrir de amor”…
Pero si el destino está echado. Si la muerte es mi camino, que sea así. Me iré amando la vida. Será mi manera de morir de amor. Las cartas están echadas. Amé, les decía, y muchas veces no fui amado, por lo que sé lo que voy a sentir. Será un noble final. No le temo a lo que hay detrás de esta frontera que iré a conquistar. Engarcen mi punta de flecha a una vara, y que el verdugo haga bien su trabajo. No intenten sacármela una vez adentro, será tan en vano como olvidar un gran amor.”
Varias fueron las mujeres que lloraban en silencio. Muchos de los hombres se quitaron sus gorras, apretujándolas con las dos manos, en gesto de respeto. Estaban emocionados, pero con cierta incomodidad.
El encargado de matarlo dudó. Miró a todos como buscando alguna contra orden, que no existió.
Fue un puntazo directo al corazón. Seco y profundo. Laplume apenas acusó el empujón. Cerró los ojos,  y una de las mujeres no resistió la dulce tentación de estamparle un beso cálido a un hombre entero.
“Fue muy bueno mientras duró” sentenció como últimas palabras. Un extrañísimo silencio se apoderó de aquella taberna. Fueron yéndose en calma y hasta con cierta congoja. Recién al final, un par de hombres recogieron su cuerpo para dejarlo donde a la mañana siguiente recibiría una humilde sepultura.
La historia que mi papá me contaba, con algunas licencias que disfruté dibujar, del único corsario que murió de amor, a punta de flecha.

Jorge Laplume





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